La realidad es efímera, cada persona se sumerge en su realidad misma...y eso, si lo sabe expresar...[...] Radiactividad de pensamientos sumergidos en explorar y atravesar ordinarios adagios sementales.
18 de diciembre de 2012
10 de noviembre de 2012
[La Casa de los Abuelos]
por Michelle Aguilar De León
Inmersos en el frío temperamental
de las noches solitarias en la colonia Santa María, al centro de la ciudad de
Puebla, vivían mis abuelos. Dos viejos canosos que la llevaban tranquila a
pesar de los achaques hereditarios y las enfermedades naturalmente adquiridas.
Mi abuela Celia, solía salir al
mercado todas las mañanas después de tomar su primera pastilla del día.
Anterior a esto, el atole del abuelo estaba listo y servido sobre su silla de
madera que fungía como mesa de diversas actividades. Las ofertas en las frutas que se
descargaban en horas tempranas sobre el pequeño y limpio mercado de la colonia
agradaban a mi abuela. Para su desgracia, su diabetes le impedía ingerir tanta
glucosa aunque fuese natural. Optaba por llevar algunos frutos cargados con
energía al #909, su casa; claro está, para ser consumidos por el abuelo Tino,
sus hijos y nosotros, sus nietos.
Llegada la tarde, después de unas
constantes y seguras peleas entre dos ancianos que solo se reclamaban el correr
del tiempo, yo hacía mi entrada triunfal, justo a las dos horas con quince
minutos pasado el meridiano. Acepto que llegaba a casa con mucha sed y hambre. Mi
abuela, a pesar de su edad, en esos momentos parecía lucir como un Chef
Profesional preparando miles de platillos que degustarían los paladares de los
más pequeños.
Para aguantar la dulce espera de
ese alimento, mi abuela nos ponía a comer formas y colores que se desbordaban
de un frutero hermoso. Algo parecido a un elemento marino, tal vez en forma de
concha con un color nacarado. Recuerdo que los sabores de las
frutas eran inigualables, frescos y llenos de agua natural, con una grandeza
que indicaba que le harían bien a mi organismo. Nada de qué preocuparse a
futuro.
Como el frutero, me sentía saciada
en aspectos de salud y amor. En mi abuela reflejaba la función de ese frutero,
que cargaba y preparaba de manera más hermosa a los frutos que habrían de ser
comidos a pocas horas de ser colocados; con el enorme antojo de probarlos y no
poder ni masticarlos un poco.
A beneficio de otros, con su brillo
y delicadeza de materiales, que se podía romper en cualquier momento; que se
llena de azúcar sin necesidad de ser organismo o cuerpo humano. Al que no le
afecta la cantidad de glucosa y la presión arterial, que, sin embargo, llena de
satisfacción a paladares exigentes. Que se limpia cada que se le almacena, que
no muere aunque sobre ella escalasen los insectos más fuertes del hormiguero
que estaba a unos pasos de la cocina.
Mi abuela es ese cotidiano y
visitado frutero, mi abuelo fue quien la consumió en vida, mis primos son
quienes tomaron de su cuerpo y energía para sobrellevar un momento, sus hijos
procuraron cuidarle. Mi abuela se ha comenzado a desgastar y su color nacarado
comienza a despostillarse.
Un elemento que jamás perderá valor
en mi vida. Un frutero que hará recordar la suavidad de las palabras de mi
anciana querida. Que seguirá por el resto de los caminos y comenzará a decorar
su nueva casa, aquella casa donde el abuelo dejó de existir y las visitas son
menos frecuentes; donde pocas veces hay frutas y se echan a perder por el
constante mosqueteo de seres vivos interesados.
Pido a Dios que este frutero no
rompa pronto…
3 de noviembre de 2012
[Paseos Escolares]
Mi curso sabatino está por comenzar, solo unos segundos más y estaremos sumergidos en el mundo de la lectura y escritura. En unos meses comprenderemos con mayor facilidad donde habrá de culminar la catarsis y empezará la literatura.
Estoy en el salón, con compañeros de los cuales casi no tengo certeza de su confiabilidad; en realidad no creo que a ellos les importe en lo absoluto.
Se escucha el ruido intenso de la afluencia del tráfico, mi boca aún tiene el dulce sabor del caramelo que consumía mientras llegaba a las instalaciones. Me perturba un poco que todo lo anterior desvíe mi gran propósito de aprender con mucha cautela.
— ¿Aguilar De León?— Comenzó el pase de lista.
— Presente — Contesté. La voz de aquella mujer era tan parecida a la de Eliane. Un recuerdo me golpeó tan fuerte, que el dulce sabor de mi boca se volvía cada vez más amargo. Parecido a tomar por accidente un poco de leche cortada.
— ¡Niños!, son las nueve de la mañana. Pronto, arreglen sus uniformes y bajen a formarse al patio. Recuerden que es la primera ceremonia del ciclo escolar. — Comentó Eliane en un instante muy mañanero.
Ya formados, mi nuevo grupo; el 3 "A" de la primaria del Centro Escolar José María Morelos y Pavón y yo, no tardamos mucho en avanzar al enorme patio central. Era algo nuevo para mi, no conocía tanto a esta gente.
Sonaba el Himno Nacional Mexicano a cargo de una banda de marcha. Yo sabía que lo había compuesto un tal Bocanegra y Nunó. Todos lo entonaban, algunos cambiaban la letra, las voces blancas hacían armonía. Eso a nadie más le interesaba. Según mis instintos, Eliane estaba en ese clan.
Terminada la ceremonia de bienvenida, que duró poco más de media hora, regresamos a nuestros cálidos salones. Nuestra alma máter se mostraba nueva, reluciente como para iniciar con calidad el nuevo curso.
— Para mañana tienen que traer dulces niños, sean una o dos bolsas; ya saben para una donación. — Eso nos había comentado nuestra extraña y nueva maestra Eliane.
Mi mente de niña podía pensar en los sabores disponibles para la donación. Algo como el sabor de paleta que consumía por la mañana antes de llegar a la escuela de escritores.
Solo un día después, la maestra comenzó a con la recolecta de dulces. Absolutamente todos menos yo, los llevaban. Mi pena fue grande, mamá estaba muy apretada en sus gastos y después de un regaño peculiar preferí no pedirle nada. No llevaba ni un chicle.
Me salí de ese salón y así transcurrieron 3 días. Era evidente que Eliane en un futuro me mostraría su enojo y furia. Sin saberlo yo le tenía miedo. Mis pensamientos dulces ya eran amargos y pedía que nadie me atrapara vagando por las instalaciones de mi escuela.
Llegó el momento, un directivo me vio cerca de la enfermería. Mamá estaría triste si se enterara que no entré a clases por unos días. Para mi maestra yo era una gran decepción. Ahora no lo sé, sigo comiendo caramelos y su sabor amargo llega en ciertos momentos, como aquél en que escuché la voz de Eliane en mi nuevo curso... Como en 3 "A".
Escrito: Michelle Aguilar De León
Música: Mika - Lollipop
16 de octubre de 2012
[Un Engorro Doliente]
Era un jueves de mayo y las flores
comenzaron a despertar, muy atentas, contemplaban y dejaban entrar al señor Sol
en sus entrañas. Itzel ya se había despertado, no estaba sola, la acompañaba un
fuerte dolor de estómago. Tan pronto como puso un pie en el piso, ya estaba
tomando las medicinas que curaban algunos de sus padecimientos mentales; entre
ellos se encontraba su profundo temor a los ruidos nocturnos, la oscuridad de
las tinieblas y un desorden a nivel cerebral que la hacía comenzar a olvidar
los sucesos y personas más importantes en su vida. Enseguida se bañó y más
tarde se arregló con su estilo casto que tanto le caracterizaba.
Un
día antes Itzel se cayó cuando bajó al baño, a eso de las 2 de la madrugada; el
más mínimo ruido la espantaba y así terminó tropezando con una caja de jabón
para ropa. Ella sigue pensando que era un perro con cabeza de águila. Terminó
con sus rodillas lastimadas y un tanto raspadas. Además del tremendo susto a su
neurosis ya atendida. Era evidente que Itzel había tenido un pequeño y notorio
accidente, pero sus padres jamás se enteraron; pasaban todo el día trabajando
en esas empresas “pudientes”.
Justo
cerca de las doce horas del día jueves, Itzel decidió escapársele a su
enfermera Martha, que preparaba los alimentos que la enferma era obligada a
comer. Lista, Itzel emprendió un pequeño viaje de 3 minutos hacía la farmacia.
Sólo quería comprar 4 curitas para ocultar los tremendos moretones y las bestiales costras que disfrazaban sus
piernas. Pagó $3.50 y concluido el
asunto, empezó a caminar regreso a casa. Su dolor de estómago era cada vez más
intenso, no le tomó tanta importancia. Apenas sabía interpretar su enorme reloj
de manecillas hechas con oro puro, heredado de sus extintos abuelos.
En
su retorno, topó a una cara conocida. Quizá era un antiguo compañero de clases.
Ella ya no recordaba su nombre, pues había dejado la escuela. Se trataba de
Armando, su amigo; aunque ella lo veía como un transeúnte con ganas de molestar
la paz y la tarea del prójimo. Armando
tenía años sin verla, fue casualidad encontrarla vagando como alma delicada.
Dos semanas antes él había mudado su hogar a la misma colonia que Itzel, y sin
tener conocimiento de su enfermedad psicológica, comenzó a verla con ojos de
galantería. Para ella era una aventura que probablemente vivió en algún momento
de su antigua vida altamente ordinaria.
Las
enfermedades que padecía Itzel eran atendidas por el doctor Suárez. Cada 3
meses se hacía una consulta a domicilio para conocer el desagradable panorama
de la enfermedad; su objetivo era ayudarla con un montón de nuevos medicamentos.
Jamás iba a curarse, sus padres le pagaban todo sin pretexto alguno. Querían
mantenerla con vida y casi nunca le brindaban simpatía.
Durante
unas horas, Itzel y Armando se la pasaron dando vueltas a la colonia, sin
perder de vista los juegos, el parque y a los admirables vecinos. Itzel creía
que había caminado a kilómetros lejos de su hogar, nunca se fijó en los
detalles pequeños, se sentía preocupada. Para terminar de acompañar su agonía,
sintió que algo andaba mal con su terrible dolor de estómago que se estaba
convirtiendo en cólicos de los fuertes. Le había llegado su periodo. Con su
cuenta bastante peculiar; primera en Marzo, segunda en Abril y tercera en Mayo,
era el nuevo tercer mes. Pronto, recordó su cita con Suárez. Con sus curitas
puestos le daría una mejor impresión.
Su
ropa comenzaba a mancharse, su olor era peculiar, Armando le había dicho adiós.
Itzel daba vueltas y vueltas por el mismo camino, sin embargo pensaba que cada
vez se alejaba más de casa. Los achaques le hicieron olvidarse de sus datos
personales. Lo único que le importaba era el esperado “17:30 horas”, aquella
hora en que llegaba puntual y pulcro el doctor a su casa.
Itzel
no sabía que hacía, había contado ya 25 parques, 100 artefactos de juegos para
niños y miles de vecinos diferentes. Su delicada pureza se manchaba de rojo.
Aún con sus curitas podía notársele.
Los
alrededores la veían extraño, a 20 metros Martha observaba su comportamiento
que pronto comentaría al médico. Sus padres no estaban en casa, Itzel comenzaba
a olvidar sus caras. Sigue perdida, ahora en un tramo de pastizales verdes, que
no eran más que un pedazo de jardín en la cochera de otro vecino; con la
certeza de que su sombra reflejada al piso le indica que son casi las cinco y
media de la tarde.
No
lo soporta, comienza a correr en círculos y se posa sobre el asfalto, el fluido
vaginal le escurre por las piernas. Ella siente que está a punto de morir,
tampoco ha comido nada. Siente que espantó al ridículo de Armando y defraudó a
su adorado doctor Suárez. Se arrepiente de haber vivido 16 años, pues han sido
suficientes para distorsionar su mundo que comenzó como un cuento de hadas.
Son
más de las seis de la tarde. Ella está inconsciente, en la cama, bajo el ojo de
Martha y Roberto Suárez. De sus papás no se sabe nada, sólo se conoce sobre la
transacción que acaban de realizar a la cuenta del doctor. Una cantidad tan
grande de dinero, que es imposible compararla con el amor que a Itzel tanto le
hace falta.
Escrito: Michelle Aguilar De León
Fotografía: Aleida Trujillo Arruti
7 de octubre de 2012
[Espacio Invisible]
Inerte se encuentra mi cuerpo al lado tuyo.
Me miras y tratas de fingir desinterés.
Nuestras almas experimentan vacios de cordialidad silenciosa.
Quiero amarte pero no puedo.
Tengo más miedo del que creía.
Nuestro espacio invisible ahora se llena de de pintarrones flotantes, donde se dibujan bosques de pino por marcadores fluorescentes sobre nuestras cabezas.
Sigues a mi lado y no consigo hacer nada.
Te he tocado, no he provocado reacciones de calosfrío en tu cuerpo. Comienzo a rendirme.
Te miro a los ojos y encuentro un vacio. Nuestros cuerpos se conectan por instintos hormonales sin conexión sentimental.
Seguimos en el cuarto imaginario, sentados el uno al lado del otro. Sin nada alrededor.
El aire fluye en corrientes frías y busco tu cálido abrazo.
Tu mirada se desvía. Ya no estamos solos.
Se escuchan incitaciones musicales, el color ha explotado por el espacio. Al fondo aparece un desfile de corazones marchitos; algunos jóvenes y otros viejos.
Tus historias y las mías desfilan con máscaras de carnaval, danzan y ríen impotentes. Todo parece una fiesta que dura pocos minutos.
El recorrido ha terminado y nos volvemos a encontrar solos uno al lado del otro. El silencio –sin necesidad de ser incómodo– regresa.
Has tomado mi mano y con la mirada más tierna me dices: — ¿Qué pasa? —.
Mi respuesta es corta: — Nada —. Lo he dicho todo, he comenzado a perder la esperanza.
Sigues cerca de mi. Con el paso del tiempo que no respeta unidades de medida, comienzas a alejarte. Te colocas a diez cuerpos de distancia.
He comenzado a gritarte que te quiero. Tú ya no me oyes.
Pronto aparece una ráfaga de polvo luminoso.
Ha llegado alguien más. Comienzo a creer que ya no estamos solos.
Quise, quiero y querré amarte por el resto de mi vida. No eres tú quien tiene la culpa, es tu historia y mi moral creando intersecciones invisibles. Intersecciones representadas por miles de escarabajos plateados –irreales– que caminan ahora por nuestro espacio invisible.
Quiero seguir imaginando que estoy contemplando tu cuerpo, tu cara y tus ojos.
Sin reglas.
Libre a la quimera. Inmersos en el silencio creado por mi mente. Tú y yo solos en ese lugar, uno al lado del otro.
Lejos de todos. Sin arrepentimiento moral. Respetando historias y terceras personas.
Proliferando el amor que te tengo con todas las fuerzas de mi existir.
Ha llegado el momento de partir, el espacio invisible comienza a cerrarse. Nos veremos en existencia, acostumbrados a la rutina diaria.
No te espantes, pero mi imaginación es perversa.
Trata de no jugar con mis pies. Ya no retoces con mi mirada.
No sabes las ganas que tengo de correr, tirarte y abrazarte.
Hacerlo sobre el pasto y volver a imaginar.
Quiero comenzar a olvidarte; serás mi deseo. Pronto mi perdición.
Por lo mientras te esperaré en nuestro espacio invisible.
Escrito y Fotografía: Michelle Aguilar De León
5 de octubre de 2012
[Odiseas de un Baño Blanco]
Los
quehaceres del hogar han terminado, aquella casa tan cálida luce reluciente
como nunca.
— ¡Mamá! Pásame un papel para este baño —. Grita impacientemente la joven mujer;
después de su cometido la razón ha llegado a sus manos.
—
No se te olvide ponerle más “Fabuloso” para sacarle espumita y coloca el
“Vainillino Cotorro” que tanto le gusta a tu abuelo —. Le replicó a Janine.
Los
invitados comienzan a llegar al caer el ocaso, la armonización está a cargo de
un viejo estéreo que heredó Silvia de sus padres aún con vida. No pasa mucho
tiempo y las continuas visitas al baño se hacen más frecuentes. El baile, la
comida, la plática, las emociones ó simplemente el organismo, comienzan a
enfilar su cuerpo para pasar el clásico “Al
frente a la derecha” y descargar el desecho deseado, ya fuera sólido,
líquido o una mezcla entre ambos.
La
primera en asistir es Laura, una adolescente de 16 años que enfrenta el
devastador “Pollo adobado” que la obliga a ser precavida cada 28 días. Laura
sólo soltó un chisguete de orina acompañado de residuos de endometrio que pudo
haber acobijado a un ser humano durante su gestación. El baño blanco se volvió
rojo, y a pesar de limpiar sus aguas al jalar la plateada palanca, aquel rojo
hubo de quedarse impregnado en el suave papel de baño doble hoja con olor a
manzanilla.
La
cesta de paja tan rústica que recibía los desagradables montones de papel sucio
contaba ya con la huella de Laura, que tan pronto como lavó sus manos regresó a
emprender situaciones incestuosas a la reunión.
Diez
minutos después, de entrada por salida el baño recibió a Juan y a sus dos
pequeños hijos. La única acción perecedera fue un espumoso lavado de manos a
los escuincles y una arregladilla al bigote estilo Zapata por parte de Juan,
que miró detenidamente el espejo de tocador, dándose cuenta de su utilidad y
desgaste de años; además de una pequeña quebradura en la parte inferior derecha,
cosa bastante peligrosa para las manos traviesas de sus queridos retoños.
Juan
ha salido y espera a sus niños que secan sus manos con las toallas más finas de
Silvia. Toallas esponjosas de alta calidad en color crema, que ahora, han
quedado terriblemente desacomodadas sobre el toallero de cristal que las porta.
Durante
la comida, nadie ha ido al baño, sin embargo, existe movimiento por parte de la
pareja más joven de la familia; Karen y Beto, sobrinos de Silvia, que pasaron
al baño desapercibidos por la cara de su prima Janine. Ya dentro, la pasión se
desbordó, lo hicieron en diversas posiciones y gemían como locos, el baño
blanco se convertía en un rincón de sensualidad. Sobre el piso de frío mármol,
recargados en el cancel color perla con filos plateados, apoyados en el lavabo
y viéndose frente al viejo espejo; no se cansaron durante esos 8 minutos.
El
acto terminó y el cesto recibió aquel preservativo envuelto en seis cuadros de
suave papel. Salieron y pasaron como si nada por toda la mesa y regresaron a la
“tertulia”.
Tanto
alcohol durante tres horas sólo provocaba la afluencia de borrachines en el
baño, estos dejaban manchas de orina concentrado sobre sus tapas y alrededores;
los virus y bacterias se encontraban por todo el metro y medio cuadrado de baño
que no se veía nada reluciente. Era de esperarse.
La
gente comenzó retirarse y su deseo por entrar a desechar aquello que podía
salir durante el corto o largo camino a casa era más grande.
La
última fue Lucy, la madre de Silvia. Una anciana de setenta y ocho años que
detestaba el olor a “Vainillino Cotorro” que su esposo le había obligado a oler
por cincuenta años de deseable matrimonio.
Lucy
aún mostraba restos de pastel desbordándose de sus mejillas; pronto defecó
y expulsó tremendos gases que sonaban
como los cañones de la Obertura 1812 de P. Tchaikovsky. El baño blanco se
volvía café en su interior, el ambiente de cubría de un olor bastante
extravagante y ciertamente fétido; eran los desechos de una anciana bastante
descuidada.
Con
un poco de papel al cesto, un jalón de palanca, un chisguete de aromatizante y
un buen lavado de manos, terminó la odisea de aquél baño blanco, que con el
paso de los días repetía su función primordial de desechar aquello a lo que los
humanos le han sacado tanto provecho y ahora no son más que largas corrientes
de aguas negras.
Como
en la vida, la fiesta se ha terminado.
1 de octubre de 2012
[Fotografía: Momentos Libres]
"Debemos aprender a reconocer espacios, darle oportunidad a lo externo de entrar en nuestras vidas. Compartir el resultado tiene la idea de transferir sentimientos y emociones, impulsos y fuerzas, simplemente momentos."
Sentimiento
Acatzingo Cálido
Colores de un Pueblo
Luces Estrambóticas
Pasaje nacional
Iluminación en calles
Modernidad iluminativa extravagante
Un pueblo y su lucha
Decoración en ventanales
La pata del gato
Descanso y sosiego gatuno
Los colores de la organización
Aún no es Día de Muertos, ya estoy aquí.
Aventura sobre el suelo
Mural
Palcos del Teatro de la Ciudad
Iluminame y jugamos
Gotas de fuertes lluvias
Colonia
Mancha gatuna tras las rejas
Energía nocturna
Kimbomba
Cielo
Pensamientos ajenos
Propagación
Cuidado con tu "condón"
Serenata a la Virgen de Dolores
Arreglos festivos
Un pueblo religioso
A punto de estallar en el cielo
Delicioso antojo pasajero
Fotografía: Michelle Aguilar De León
Colaboración: Aleida Trujillo Arruti con "A punto de estallar en el cielo"
Suscribirse a:
Entradas (Atom)