Zócalo de la Ciudad de Puebla

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Lucha Libre

16 de octubre de 2012

[Un Engorro Doliente]


Era un jueves de mayo y las flores comenzaron a despertar, muy atentas, contemplaban y dejaban entrar al señor Sol en sus entrañas. Itzel ya se había despertado, no estaba sola, la acompañaba un fuerte dolor de estómago. Tan pronto como puso un pie en el piso, ya estaba tomando las medicinas que curaban algunos de sus padecimientos mentales; entre ellos se encontraba su profundo temor a los ruidos nocturnos, la oscuridad de las tinieblas y un desorden a nivel cerebral que la hacía comenzar a olvidar los sucesos y personas más importantes en su vida. Enseguida se bañó y más tarde se arregló con su estilo casto que tanto le caracterizaba.

Un día antes Itzel se cayó cuando bajó al baño, a eso de las 2 de la madrugada; el más mínimo ruido la espantaba y así terminó tropezando con una caja de jabón para ropa. Ella sigue pensando que era un perro con cabeza de águila. Terminó con sus rodillas lastimadas y un tanto raspadas. Además del tremendo susto a su neurosis ya atendida. Era evidente que Itzel había tenido un pequeño y notorio accidente, pero sus padres jamás se enteraron; pasaban todo el día trabajando en esas empresas “pudientes”. 

Justo cerca de las doce horas del día jueves, Itzel decidió escapársele a su enfermera Martha, que preparaba los alimentos que la enferma era obligada a comer. Lista, Itzel emprendió un pequeño viaje de 3 minutos hacía la farmacia. Sólo quería comprar 4 curitas para ocultar los tremendos moretones y  las bestiales costras que disfrazaban sus piernas. Pagó  $3.50 y concluido el asunto, empezó a caminar regreso a casa. Su dolor de estómago era cada vez más intenso, no le tomó tanta importancia. Apenas sabía interpretar su enorme reloj de manecillas hechas con oro puro, heredado de sus extintos abuelos.

En su retorno, topó a una cara conocida. Quizá era un antiguo compañero de clases. Ella ya no recordaba su nombre, pues había dejado la escuela. Se trataba de Armando, su amigo; aunque ella lo veía como un transeúnte con ganas de molestar la paz y la tarea del prójimo.  Armando tenía años sin verla, fue casualidad encontrarla vagando como alma delicada. Dos semanas antes él había mudado su hogar a la misma colonia que Itzel, y sin tener conocimiento de su enfermedad psicológica, comenzó a verla con ojos de galantería. Para ella era una aventura que probablemente vivió en algún momento de su antigua vida altamente ordinaria. 

Las enfermedades que padecía Itzel eran atendidas por el doctor Suárez. Cada 3 meses se hacía una consulta a domicilio para conocer el desagradable panorama de la enfermedad; su objetivo era ayudarla con un montón de nuevos medicamentos. Jamás iba a curarse, sus padres le pagaban todo sin pretexto alguno. Querían mantenerla con vida y casi nunca le brindaban simpatía.

Durante unas horas, Itzel y Armando se la pasaron dando vueltas a la colonia, sin perder de vista los juegos, el parque y a los admirables vecinos. Itzel creía que había caminado a kilómetros lejos de su hogar, nunca se fijó en los detalles pequeños, se sentía preocupada. Para terminar de acompañar su agonía, sintió que algo andaba mal con su terrible dolor de estómago que se estaba convirtiendo en cólicos de los fuertes. Le había llegado su periodo. Con su cuenta bastante peculiar; primera en Marzo, segunda en Abril y tercera en Mayo, era el nuevo tercer mes. Pronto, recordó su cita con Suárez. Con sus curitas puestos le daría una mejor impresión.

Su ropa comenzaba a mancharse, su olor era peculiar, Armando le había dicho adiós. Itzel daba vueltas y vueltas por el mismo camino, sin embargo pensaba que cada vez se alejaba más de casa. Los achaques le hicieron olvidarse de sus datos personales. Lo único que le importaba era el esperado “17:30 horas”, aquella hora en que llegaba puntual y pulcro el doctor a su casa.

Itzel no sabía que hacía, había contado ya 25 parques, 100 artefactos de juegos para niños y miles de vecinos diferentes. Su delicada pureza se manchaba de rojo. Aún con sus curitas podía notársele.
Los alrededores la veían extraño, a 20 metros Martha observaba su comportamiento que pronto comentaría al médico. Sus padres no estaban en casa, Itzel comenzaba a olvidar sus caras. Sigue perdida, ahora en un tramo de pastizales verdes, que no eran más que un pedazo de jardín en la cochera de otro vecino; con la certeza de que su sombra reflejada al piso le indica que son casi las cinco y media de la tarde.

No lo soporta, comienza a correr en círculos y se posa sobre el asfalto, el fluido vaginal le escurre por las piernas. Ella siente que está a punto de morir, tampoco ha comido nada. Siente que espantó al ridículo de Armando y defraudó a su adorado doctor Suárez. Se arrepiente de haber vivido 16 años, pues han sido suficientes para distorsionar su mundo que comenzó como un cuento de hadas.

Son más de las seis de la tarde. Ella está inconsciente, en la cama, bajo el ojo de Martha y Roberto Suárez. De sus papás no se sabe nada, sólo se conoce sobre la transacción que acaban de realizar a la cuenta del doctor. Una cantidad tan grande de dinero, que es imposible compararla con el amor que a Itzel tanto le hace falta. 





Escrito: Michelle Aguilar De León
Fotografía: Aleida Trujillo Arruti


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