Era un jueves de mayo y las flores
comenzaron a despertar, muy atentas, contemplaban y dejaban entrar al señor Sol
en sus entrañas. Itzel ya se había despertado, no estaba sola, la acompañaba un
fuerte dolor de estómago. Tan pronto como puso un pie en el piso, ya estaba
tomando las medicinas que curaban algunos de sus padecimientos mentales; entre
ellos se encontraba su profundo temor a los ruidos nocturnos, la oscuridad de
las tinieblas y un desorden a nivel cerebral que la hacía comenzar a olvidar
los sucesos y personas más importantes en su vida. Enseguida se bañó y más
tarde se arregló con su estilo casto que tanto le caracterizaba.
Un
día antes Itzel se cayó cuando bajó al baño, a eso de las 2 de la madrugada; el
más mínimo ruido la espantaba y así terminó tropezando con una caja de jabón
para ropa. Ella sigue pensando que era un perro con cabeza de águila. Terminó
con sus rodillas lastimadas y un tanto raspadas. Además del tremendo susto a su
neurosis ya atendida. Era evidente que Itzel había tenido un pequeño y notorio
accidente, pero sus padres jamás se enteraron; pasaban todo el día trabajando
en esas empresas “pudientes”.
Justo
cerca de las doce horas del día jueves, Itzel decidió escapársele a su
enfermera Martha, que preparaba los alimentos que la enferma era obligada a
comer. Lista, Itzel emprendió un pequeño viaje de 3 minutos hacía la farmacia.
Sólo quería comprar 4 curitas para ocultar los tremendos moretones y las bestiales costras que disfrazaban sus
piernas. Pagó $3.50 y concluido el
asunto, empezó a caminar regreso a casa. Su dolor de estómago era cada vez más
intenso, no le tomó tanta importancia. Apenas sabía interpretar su enorme reloj
de manecillas hechas con oro puro, heredado de sus extintos abuelos.
En
su retorno, topó a una cara conocida. Quizá era un antiguo compañero de clases.
Ella ya no recordaba su nombre, pues había dejado la escuela. Se trataba de
Armando, su amigo; aunque ella lo veía como un transeúnte con ganas de molestar
la paz y la tarea del prójimo. Armando
tenía años sin verla, fue casualidad encontrarla vagando como alma delicada.
Dos semanas antes él había mudado su hogar a la misma colonia que Itzel, y sin
tener conocimiento de su enfermedad psicológica, comenzó a verla con ojos de
galantería. Para ella era una aventura que probablemente vivió en algún momento
de su antigua vida altamente ordinaria.
Las
enfermedades que padecía Itzel eran atendidas por el doctor Suárez. Cada 3
meses se hacía una consulta a domicilio para conocer el desagradable panorama
de la enfermedad; su objetivo era ayudarla con un montón de nuevos medicamentos.
Jamás iba a curarse, sus padres le pagaban todo sin pretexto alguno. Querían
mantenerla con vida y casi nunca le brindaban simpatía.
Durante
unas horas, Itzel y Armando se la pasaron dando vueltas a la colonia, sin
perder de vista los juegos, el parque y a los admirables vecinos. Itzel creía
que había caminado a kilómetros lejos de su hogar, nunca se fijó en los
detalles pequeños, se sentía preocupada. Para terminar de acompañar su agonía,
sintió que algo andaba mal con su terrible dolor de estómago que se estaba
convirtiendo en cólicos de los fuertes. Le había llegado su periodo. Con su
cuenta bastante peculiar; primera en Marzo, segunda en Abril y tercera en Mayo,
era el nuevo tercer mes. Pronto, recordó su cita con Suárez. Con sus curitas
puestos le daría una mejor impresión.
Su
ropa comenzaba a mancharse, su olor era peculiar, Armando le había dicho adiós.
Itzel daba vueltas y vueltas por el mismo camino, sin embargo pensaba que cada
vez se alejaba más de casa. Los achaques le hicieron olvidarse de sus datos
personales. Lo único que le importaba era el esperado “17:30 horas”, aquella
hora en que llegaba puntual y pulcro el doctor a su casa.
Itzel
no sabía que hacía, había contado ya 25 parques, 100 artefactos de juegos para
niños y miles de vecinos diferentes. Su delicada pureza se manchaba de rojo.
Aún con sus curitas podía notársele.
Los
alrededores la veían extraño, a 20 metros Martha observaba su comportamiento
que pronto comentaría al médico. Sus padres no estaban en casa, Itzel comenzaba
a olvidar sus caras. Sigue perdida, ahora en un tramo de pastizales verdes, que
no eran más que un pedazo de jardín en la cochera de otro vecino; con la
certeza de que su sombra reflejada al piso le indica que son casi las cinco y
media de la tarde.
No
lo soporta, comienza a correr en círculos y se posa sobre el asfalto, el fluido
vaginal le escurre por las piernas. Ella siente que está a punto de morir,
tampoco ha comido nada. Siente que espantó al ridículo de Armando y defraudó a
su adorado doctor Suárez. Se arrepiente de haber vivido 16 años, pues han sido
suficientes para distorsionar su mundo que comenzó como un cuento de hadas.
Son
más de las seis de la tarde. Ella está inconsciente, en la cama, bajo el ojo de
Martha y Roberto Suárez. De sus papás no se sabe nada, sólo se conoce sobre la
transacción que acaban de realizar a la cuenta del doctor. Una cantidad tan
grande de dinero, que es imposible compararla con el amor que a Itzel tanto le
hace falta.
Escrito: Michelle Aguilar De León
Fotografía: Aleida Trujillo Arruti
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