Zócalo de la Ciudad de Puebla

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Lucha Libre

5 de octubre de 2012

[Odiseas de un Baño Blanco]

Los quehaceres del hogar han terminado, aquella casa tan cálida luce reluciente como nunca.
 — ¡Mamá! Pásame un papel para este baño —.     Grita impacientemente la joven mujer; después de su cometido la razón ha llegado a sus manos.
— No se te olvide ponerle más “Fabuloso” para sacarle espumita y coloca el “Vainillino Cotorro” que tanto le gusta a tu abuelo —.           Le replicó a Janine.
Los invitados comienzan a llegar al caer el ocaso, la armonización está a cargo de un viejo estéreo que heredó Silvia de sus padres aún con vida. No pasa mucho tiempo y las continuas visitas al baño se hacen más frecuentes. El baile, la comida, la plática, las emociones ó simplemente el organismo, comienzan a enfilar su cuerpo para pasar el clásico “Al frente a la derecha” y descargar el desecho deseado, ya fuera sólido, líquido o una mezcla entre ambos.
La primera en asistir es Laura, una adolescente de 16 años que enfrenta el devastador “Pollo adobado” que la obliga a ser precavida cada 28 días. Laura sólo soltó un chisguete de orina acompañado de residuos de endometrio que pudo haber acobijado a un ser humano durante su gestación. El baño blanco se volvió rojo, y a pesar de limpiar sus aguas al jalar la plateada palanca, aquel rojo hubo de quedarse impregnado en el suave papel de baño doble hoja con olor a manzanilla.
La cesta de paja tan rústica que recibía los desagradables montones de papel sucio contaba ya con la huella de Laura, que tan pronto como lavó sus manos regresó a emprender situaciones incestuosas a la reunión.
Diez minutos después, de entrada por salida el baño recibió a Juan y a sus dos pequeños hijos. La única acción perecedera fue un espumoso lavado de manos a los escuincles y una arregladilla al bigote estilo Zapata por parte de Juan, que miró detenidamente el espejo de tocador, dándose cuenta de su utilidad y desgaste de años; además de una pequeña quebradura en la parte inferior derecha, cosa bastante peligrosa para las manos traviesas de sus queridos retoños.
Juan ha salido y espera a sus niños que secan sus manos con las toallas más finas de Silvia. Toallas esponjosas de alta calidad en color crema, que ahora, han quedado terriblemente desacomodadas sobre el toallero de cristal que las porta.
Durante la comida, nadie ha ido al baño, sin embargo, existe movimiento por parte de la pareja más joven de la familia; Karen y Beto, sobrinos de Silvia, que pasaron al baño desapercibidos por la cara de su prima Janine. Ya dentro, la pasión se desbordó, lo hicieron en diversas posiciones y gemían como locos, el baño blanco se convertía en un rincón de sensualidad. Sobre el piso de frío mármol, recargados en el cancel color perla con filos plateados, apoyados en el lavabo y viéndose frente al viejo espejo; no se cansaron durante esos 8 minutos.
El acto terminó y el cesto recibió aquel preservativo envuelto en seis cuadros de suave papel. Salieron y pasaron como si nada por toda la mesa y regresaron a la “tertulia”.
Tanto alcohol durante tres horas sólo provocaba la afluencia de borrachines en el baño, estos dejaban manchas de orina concentrado sobre sus tapas y alrededores; los virus y bacterias se encontraban por todo el metro y medio cuadrado de baño que no se veía nada reluciente. Era de esperarse.
La gente comenzó retirarse y su deseo por entrar a desechar aquello que podía salir durante el corto o largo camino a casa era más grande.
La última fue Lucy, la madre de Silvia. Una anciana de setenta y ocho años que detestaba el olor a “Vainillino Cotorro” que su esposo le había obligado a oler por cincuenta años de deseable matrimonio.
Lucy aún mostraba restos de pastel desbordándose de sus mejillas; pronto defecó y  expulsó tremendos gases que sonaban como los cañones de la Obertura 1812 de P. Tchaikovsky. El baño blanco se volvía café en su interior, el ambiente de cubría de un olor bastante extravagante y ciertamente fétido; eran los desechos de una anciana bastante descuidada.
Con un poco de papel al cesto, un jalón de palanca, un chisguete de aromatizante y un buen lavado de manos, terminó la odisea de aquél baño blanco, que con el paso de los días repetía su función primordial de desechar aquello a lo que los humanos le han sacado tanto provecho y ahora no son más que largas corrientes de aguas negras.
Como en la vida, la fiesta se ha terminado.
 
 
Escrito y Fotografía: Michelle Aguilar De León

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