por Michelle Aguilar De León
Inmersos en el frío temperamental
de las noches solitarias en la colonia Santa María, al centro de la ciudad de
Puebla, vivían mis abuelos. Dos viejos canosos que la llevaban tranquila a
pesar de los achaques hereditarios y las enfermedades naturalmente adquiridas.
Mi abuela Celia, solía salir al
mercado todas las mañanas después de tomar su primera pastilla del día.
Anterior a esto, el atole del abuelo estaba listo y servido sobre su silla de
madera que fungía como mesa de diversas actividades. Las ofertas en las frutas que se
descargaban en horas tempranas sobre el pequeño y limpio mercado de la colonia
agradaban a mi abuela. Para su desgracia, su diabetes le impedía ingerir tanta
glucosa aunque fuese natural. Optaba por llevar algunos frutos cargados con
energía al #909, su casa; claro está, para ser consumidos por el abuelo Tino,
sus hijos y nosotros, sus nietos.
Llegada la tarde, después de unas
constantes y seguras peleas entre dos ancianos que solo se reclamaban el correr
del tiempo, yo hacía mi entrada triunfal, justo a las dos horas con quince
minutos pasado el meridiano. Acepto que llegaba a casa con mucha sed y hambre. Mi
abuela, a pesar de su edad, en esos momentos parecía lucir como un Chef
Profesional preparando miles de platillos que degustarían los paladares de los
más pequeños.
Para aguantar la dulce espera de
ese alimento, mi abuela nos ponía a comer formas y colores que se desbordaban
de un frutero hermoso. Algo parecido a un elemento marino, tal vez en forma de
concha con un color nacarado. Recuerdo que los sabores de las
frutas eran inigualables, frescos y llenos de agua natural, con una grandeza
que indicaba que le harían bien a mi organismo. Nada de qué preocuparse a
futuro.
Como el frutero, me sentía saciada
en aspectos de salud y amor. En mi abuela reflejaba la función de ese frutero,
que cargaba y preparaba de manera más hermosa a los frutos que habrían de ser
comidos a pocas horas de ser colocados; con el enorme antojo de probarlos y no
poder ni masticarlos un poco.
A beneficio de otros, con su brillo
y delicadeza de materiales, que se podía romper en cualquier momento; que se
llena de azúcar sin necesidad de ser organismo o cuerpo humano. Al que no le
afecta la cantidad de glucosa y la presión arterial, que, sin embargo, llena de
satisfacción a paladares exigentes. Que se limpia cada que se le almacena, que
no muere aunque sobre ella escalasen los insectos más fuertes del hormiguero
que estaba a unos pasos de la cocina.
Mi abuela es ese cotidiano y
visitado frutero, mi abuelo fue quien la consumió en vida, mis primos son
quienes tomaron de su cuerpo y energía para sobrellevar un momento, sus hijos
procuraron cuidarle. Mi abuela se ha comenzado a desgastar y su color nacarado
comienza a despostillarse.
Un elemento que jamás perderá valor
en mi vida. Un frutero que hará recordar la suavidad de las palabras de mi
anciana querida. Que seguirá por el resto de los caminos y comenzará a decorar
su nueva casa, aquella casa donde el abuelo dejó de existir y las visitas son
menos frecuentes; donde pocas veces hay frutas y se echan a perder por el
constante mosqueteo de seres vivos interesados.
Pido a Dios que este frutero no
rompa pronto…
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