Zócalo de la Ciudad de Puebla

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Lucha Libre

10 de noviembre de 2012

[La Casa de los Abuelos]

por Michelle Aguilar De León

Inmersos en el frío temperamental de las noches solitarias en la colonia Santa María, al centro de la ciudad de Puebla, vivían mis abuelos. Dos viejos canosos que la llevaban tranquila a pesar de los achaques hereditarios y las enfermedades naturalmente adquiridas. 

Mi abuela Celia, solía salir al mercado todas las mañanas después de tomar su primera pastilla del día. Anterior a esto, el atole del abuelo estaba listo y servido sobre su silla de madera que fungía como mesa de diversas actividades. Las ofertas en las frutas que se descargaban en horas tempranas sobre el pequeño y limpio mercado de la colonia agradaban a mi abuela. Para su desgracia, su diabetes le impedía ingerir tanta glucosa aunque fuese natural. Optaba por llevar algunos frutos cargados con energía al #909, su casa; claro está, para ser consumidos por el abuelo Tino, sus hijos y nosotros, sus nietos.

Llegada la tarde, después de unas constantes y seguras peleas entre dos ancianos que solo se reclamaban el correr del tiempo, yo hacía mi entrada triunfal, justo a las dos horas con quince minutos pasado el meridiano. Acepto que llegaba a casa con mucha sed y hambre. Mi abuela, a pesar de su edad, en esos momentos parecía lucir como un Chef Profesional preparando miles de platillos que degustarían los paladares de los más pequeños. 

Para aguantar la dulce espera de ese alimento, mi abuela nos ponía a comer formas y colores que se desbordaban de un frutero hermoso. Algo parecido a un elemento marino, tal vez en forma de concha con un color nacarado.  Recuerdo que los sabores de las frutas eran inigualables, frescos y llenos de agua natural, con una grandeza que indicaba que le harían bien a mi organismo. Nada de qué preocuparse a futuro. 

Como el frutero, me sentía saciada en aspectos de salud y amor. En mi abuela reflejaba la función de ese frutero, que cargaba y preparaba de manera más hermosa a los frutos que habrían de ser comidos a pocas horas de ser colocados; con el enorme antojo de probarlos y no poder ni masticarlos un poco.  
A beneficio de otros, con su brillo y delicadeza de materiales, que se podía romper en cualquier momento; que se llena de azúcar sin necesidad de ser organismo o cuerpo humano. Al que no le afecta la cantidad de glucosa y la presión arterial, que, sin embargo, llena de satisfacción a paladares exigentes. Que se limpia cada que se le almacena, que no muere aunque sobre ella escalasen los insectos más fuertes del hormiguero que estaba a unos pasos de la cocina. 

Mi abuela es ese cotidiano y visitado frutero, mi abuelo fue quien la consumió en vida, mis primos son quienes tomaron de su cuerpo y energía para sobrellevar un momento, sus hijos procuraron cuidarle. Mi abuela se ha comenzado a desgastar y su color nacarado comienza a despostillarse. 

Un elemento que jamás perderá valor en mi vida. Un frutero que hará recordar la suavidad de las palabras de mi anciana querida. Que seguirá por el resto de los caminos y comenzará a decorar su nueva casa, aquella casa donde el abuelo dejó de existir y las visitas son menos frecuentes; donde pocas veces hay frutas y se echan a perder por el constante mosqueteo de seres vivos interesados. 

Pido a Dios que este frutero no rompa pronto…






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